lunes, diciembre 08, 2008

Londres

Llegué a Londres hace un tiempo. Pero miento, sepan que miento. Siempre e indefectiblemente. Mis amigos son lo que soy y también soy todas las personas con las que he estado positivamente y las que he mentido. Entonces a veces, temo que más a menudo de lo que me gustaría, soy la imbécil de Pablo, aunque Pablo, claro, a veces será algo mejor que ese imbécil que es gracias a otras personas, entonces, allí un poco me salvo. También me salva el negro Dani, que también mentí, porque quien calla la verdad es como si mintiese. Y me salvan todos ustedes. Estoy empezando a creer que… Estoy empezando a creer, punto. Que soy más religiosa de lo que creía. Las religiones de salvación están de moda este milenio, y yo, que nunca le di pelota a la moda, aquí estoy, además de trabajando en el mundo de la alta costura, siempre esperando ser salvada. Dios mío, de esta quién me salva! Dejando caer monedas para que me las devuelvan y encontrar allí un camino a la redención, una mirada que me eleve y… me salve. Emitiendo estudiadas palabras para poder ser aceptada y de este modo… salvada. Otorgando miradas a desconocidos, no desconociendo el poder de salvación de una mirada. Participando en oenegés para salvar la humanidad y así salvar indirectamente… la mía. Cuando lo que debería hacer es participar en una orgía. No, Eimi –cómo decirte Amadeo, si nadie me va a creer que tu nombre no es un cuento- no, no son tonterías aprender salsa y folklore para ganarse una mina. Pero bueno, de momento, yo sigo con mi doctrina, y que este texto me salve de futuras máculas, amén. (Y también me purgue las orgías).
Al segundo día de perderle el rastro, quizá porque se fue surcando los aires, comencé a aceptar invitaciones a bares, antros e infusiones. Me entretuve con los mercadeos de casas embrujadas y ventas de rarezas, fantasmas disfrazados de chaquetas, al tiempo que comprendía dónde había obtenido él la licencia para el pilotaje de alfombras voladoras.

Volviendo a casa esta noche, las paredes húmedas escuchan de mi boca lo que yo de los auriculares que suenan a Pink Floyd con el acompañamiento acertado y grave de una valija que se va quedando en el asfalto. Con los nudillos rotos por el frío y con frío voy buscando los tachos de basura que recibirán los desperdicios diferenciados que fui recogiendo durante el día consumista y dándome con la ausencia inesperada de los dos únicos que precisaba, como si un tornado selectivo se hubiera llevado papel y envases -y faltarán mañana también porque ya pasé de nuevo entre escribir esto en el aire y escribirlo en el papel- y entre todo esto, detalles más detalles menos, me dieron ganas de contar de esta vida que llevo. Y lo hago pensando en todas las maestras que siempre me dijeron que no escribiera oraciones tan largas, quizá porque a ellas les implicara mucho esfuerzo entenderlas, y en por qué ninguna me dijo que tratara de escribir la oración más larga que hubiera podido, que contara todo lo sucedido en el camino de la estación a casa de un solo tirón; o habría dado lo mismo que lo hubiera dicho porque quizá nunca ninguna maestra podría haber atinado con la consigna adecuada en el adecuado momento porque no existe la posibilidad de una consigna, de una educación, de la enseñanza, pero ellas qué se iban a imaginar todo esto, pobres, si no tenían grandes posibilidades de salir de las trampas y la comodidad de las lecciones que repetían todos los años a los mismos alumnos, porque los alumnos eran los mismos.

El caso es que no podía contar el fracaso del inglés después de haber hecho tanto espamento ni podía contar que yo en realidad no estaba buscando laburo y mucho menos que estaba tirándome la vida entre whiskies, cigarros de menta, conductas reprochables, actividades delictivas y antros de mala vida donde hallar una buena muerte escuchando jazz y recitando poemas y caminatas en español para una audiencia en todos los idiomas dispuesta a escuchar uno más. Entonces me inventé un trabajo y también dos, para todos los que pidieron calmar sus preocupaciones efímeras de encontrarme sin saber qué preguntar si no es por trabajo y de todos los cuales recibí esas hermosas frases del tipo ‘trabajar dignifica’, ‘a vos no te preocupa la plata’ y qué me va a preocupar si nunca me preocupó ni tampoco estaba buscando dignificarme, al contrario, quería que todo siguiera yéndose dignamente al infierno conmigo a la cabeza y a dos pounds la primera cerveza y las cuatro siguientes por cuenta del bilingüe de turno y a ver adónde terminaba este camino sin retorno, porque después de todo quién dijo que yo quería retornar y si, tal vez, quisiera seguir y seguir rompiendo y rompiéndome para ver qué sale y con qué me encuentro, aunque me encuentre sin trabajo y sin dinero y después de todo lo otro es ya mucho esfuerzo como para encima tener que disimular una vida como la gente, porque después de todo y sobre todo para mí cuerdo es aquel capaz de fingir cordura, y yo cada vez tengo menos ganas de fingir. De fingir cordura, porque en cambio sí quiero seguir inventándome madrides y trabajos y londones oscuros con jazzes de colores.

Y hay una irlandesa pálida y carmesí que rastrea veloz el parque pisando en el aire las hojas que caen -tal vez como yo cuando bajé de la sillita alta a los tres y no alcancé a tocar el piso- y se detiene y le habla a la gente en una lengua que ni remotamente comprendo pero todos entienden y yo también su sonido finito y agudo, su idioma de las hadas. Y los Beatles me llaman ahora y me invitan a que vuelva a las calles de Londres; los ladrillos me llaman, los cuervos; los empedrados mohosos y las caras frías de todos colores; las enredaderas secas de la abadía me llaman las galerías tenebrosas, los árboles marrones y verdes y grises me hacen señas bajo la neblina; el río barroso que trae al viento que quema las manos me llaman lo mismo, me invitan a que vuelva a ver si esta vez no es el viento el que trae al río, pero siempre hará frío y me invitan a quemarme las manos de nuevo y yo lo mismo voy volviendo. Y el ojo de Londres me mira, el ojo gigante de London me está mirando y no sé si es una invitación, una amenaza, una inoculación pero me mira y me está mirando y yo me estoy cayendo, caigo… me estoy tirando. Pero Londres es un monstruo amigable que no te deja escribir cuando así lo dispone, te hipnotiza y te enajena hasta hacerte caer pero no deja que te golpees… te salva justo cuando estás por estrellarte contra su brutal imán nocturno y cargado y te abre la puerta ni bien se hace de noche, no para que duermas adentro, no, porque son las cuatro y a las cuatro no se puede dormir cuando hace un rato que pasó el mediodía aunque las luces digan lo contrario; te abre la puerta para ir a jugar, digamos, porque hay en cambio que recobrar fuerzas para atreverse a enfrentarlo de nuevo; sin embargo, adentro también te lo encuentras jugando como un chico, como un chico grande, de esos que son los mejores que te puedas encontrar. Y ahí adentro, adentro de Londres, hace calor y los músicos tocan enérgicos se van quitando capas, porque aunque no hay mucha gente ellos solos ya son muchos y hacen calor; y cuando bromean entre ellos lo encuentro de nuevo: Will es todos ellos. Will es todos los hombres de London, y no necesito a Will entonces, porque recupero su calor en cada nuance, en cada giro del lenguaje, en cada acento, en el calor de los que ya se han quitado todas las capas o casi todas. Como el primer amor, mi primer inglés, como el pato al que siguen los patitos cuando nacen, impreso en los sentidos, en todos ellos, ahí está y estará siempre ahí al menos por un rato porque hoy es siempre todavía. Entonces, jugando con esta eternidad, o mejor con esta posibilidad transmigrante los Beatles son Will, Roger es Will y David more, y los autos que pasan, aylosautosilosvieran!, los semáforos, las señales de las calles -todos tan hermosos- y las calles que piso son Will, y aunque a veces es triste –no pisarlo, porque también se lo merece, sino sentir que él conoce, que él estuvo antes, que anda por ahí, que está un paso delante aunque no lo puedo ver… entonces, en ese momento, Londres, como es fácil imaginar, se esconde, desaparece, ya no atrae ni empuja ni impide… simplemente te suelta, te despoja de sí por un rato y te deja escribir, me deja, y escupo su entraña, la sangre tragada en el barro helado de la calle, que también tragué y a veces mis pómulos golpean de lleno el barro cuando Will ya no está, ni Londres ni la magia y sólo queda ella. Y lo único que no es Will en Londres es ella. Ella que a veces es blanca y roja y es irlandesa y camina mientras canta y a veces es negra enérgica y salta y es siempre, eso sí, neoparlante, está hablando permanentemente nuevos idiomas. Ella que se partió al medio no para que la entendieran porque hasta el moho y los cuervos la entendieron y la entienden todavía los cables de la luz y los del teléfono, aunque pasen bajo tierra la escuchan y la entienden. No, ella que simplemente se partió porque el mundo lo pedía o se lo impuso, por una necesidad del imperio, del imperio de los sentidos, o por imperiosas necesidades, con dolor y con gusto, y contempló las flores que brotaron de la tierra que brotó de la entraña podrida del cuerpo que se partió y del que nacerían nuevos cuerpos limpios y puros, listos para un nuevo estallido, ahora que descubría esa posibilidad de quiebre y dejaba de doblarse en vez de romperse.
En realidad nunca aprendió nada, nadie pudo enseñarle ni hubo consejos válidos, tan sólo personas, imágenes y palabras que le causaron impresión, tan sólo impresiones. Y vaya graciosa casualidad, cuando niña el padre tenía una imprenta. Y las cosas de la infancia vuelven claras y hermosas ahora, aun vívidas y las reconoce como propias porque nunca dejó de ser la misma… malditas palabras! La niña no existe y nunca existió, es la misma. Como no existen los lugares ahora, son los mismos. Lo que tiene que hacer lo mismo podría hacerlo en Londres que en cualquier parte y aunque domina las artes de viajar en el tiempo y conoce el secreto para volver de la muerte está atrapada en un espacio infinito que es el mismo.
Lo único que no es Will en Will que es Londres es ella. Larga y roja. Bella. Una ninfa que también puede ser verde y azul y estrellas, escamas y ronchas. Horrible. Fea fea. Él está en cada inglés descuido y ella en los intersticios entre los descuidos, él en los recodos del lenguaje y ella escapando por los recovecos de las calles, en las grietas, en los puntos de fuga, siempre. Es la fuga, sin punto. Él consume discos y artistas, asiste a recitales y ella corre a su alcoba a mirar la luna y las brujas que vuelan encima de la iglesia y de vez en cuando hace una ronda nocturna con ellas. Él está en la cultura compartida, compartiendo; ella no entiende nada de eso, aunque se apunta en el curso de relaciones interculturales, entiende de lo otro, no comparte una reunión, es más bien insociable y taciturna, pobre. Pobre! Suenan himnos cuando siente. Un fulgor la recorre cuando imagina unas manos en su cuerpo aunque no se inmuta. Nadie lo sabe hasta que la toca, pero no hay manos en su cuerpo. Pobre! Pobre! Nadie la sabe pobre. Nadie sabe. Y cuando la tocan le dan vida nuevamente y entonces ya no podrán saberlo. Quién puede cuando la inmortalidad renace, y nuevamente lo eterno. No lo sabrán, digamos, por un rato. Lo que puede durar un misterio… Y así ellos se encuentran cada noche cuando ella cuenta sus cuentos inentendibles que todos entendemos al compás de unos jazzes en ese bar de buena muerte que es el universo, o mejor, lo único que hay en el universo esta noche… hasta que ella recuerda y el mundo vuelve, aunque todos sabemos que tras cada sesión de cuatro a diez pm deja un poco de ser el mismo. Eso es lo que me gusta de Londres, que, aunque tan grande, casi podría reducirse a Will y ella. Concentrados, obnubilados, atrapados en ese poder de extrema concentración que tienen los ingleses. Estoy aquí haciendo esto y no existe más nada en el mundo, ni el mundo. Y de pronto, tan súbita como espontáneamente comenzó, termina y con la misma determinación me voy a hacer otra cosa.